Un juguetero francés (2002) G.


Un juguetero francés.

Por G..., basado en una idea original del viejo V.

...  y como todo cuento que deba ser contado empieza en un país lejano, hace mucho tiempo, en uno de esos pueblos que se esconden en la sierra, como si se avergonzaran de su pobre condición, cuyos pobladores de narices chatas y cráneos toscos siempre están prestos a lanzar de sus tierras a los extraños o al menos a disuadirlos con sus modales bastos de alargar su estancia en la pequeña villa. 
Un día de otoño, uno de esos días secos en los que parece que la tierra se quebrara para acabar con los parásitos que la corrompen, arribo al pueblo un extraño. Y aunque esto no era extraordinario; ya que el flujo de viajeros era constante, sobretodo tras la pasada revolución, de inmediato llamo la atención el paso enérgico con el que levantaba el polvo del camino, el sombrero de ala ancha que cubría un rostro ya curtido por el sol y la brisa que parecia envolver sus ropajes, brisa seguramente marina ya que nadie en el pueblo vio jamás a ser humano de tal talla, y el hombre de la calle de inmediato imagino que su patria se encontraba allende el mar. La ligereza de sus movimientos parecía provenir tan solo de fibra y hueso, envueltos por  una capa negra, opaca como la pez, y que seguía a la perfección cada uno de sus movimientos como una segunda sombra. Años después se dijo esta capa que se revolvía cuando su dueño lo deseaba, palpitando con furia como un animal acorralado si se le amenazaba, pero es que años después se dijeron muchas cosas...


A pesar de la pobreza del pueblo, esta contaba con una iglesia, una iglesia pequeña y algo ruinosa pero que se alzaba con mas dignidad que la mayor de las catedrales. Y la iglesia a su vez contaba con un párroco, menos piadoso de lo que le gustaba proclamar, y mas inclinado a la disolución de lo que resulta conveniente, los dioses saben que su fe no serviría para salvar a la mas pura de las almas del fuego de Estigia, y sin embargo, ahí seguia, inamovible vaticinado fuego eterno y rechinar de dientes a su hosco rebaño. Ante el se presento nuestro personaje, que como ya dijimos de inmediato causo revuelo entre la población y ahora se acompañaba de un pequeño sequito, conformado en su mayoría por niños, atraídos, sin duda, por la curiosidad y un extraño humor que parecía fascinarlos. 
El padre se sobresalto al ver a la pequeña multitud dirigirse hacia él, que se encontraba en el traspatio de la iglesia, y sermoneaba con deleite a una jovencita acerca de la debilidad de la carne y la santidad de su propio cuerpo, santidad que no cualquiera debe mancillar, hacia el énfasis el hombre de Dios mientras le acariciaba  un hombro que el mismo se había encargado de descubrir. Al verse interrumpido, lanzo una mirada expectante hacia el hombre, que rodeado por los niños le observaba en silencio, como si pudiera esperar mil años. "¡Ah, un extranjero¡, y sin duda es un hombre sensato, que teme a Dios y visita su casa en cada pueblo. Como usted ve soy el pastor de estas pobres almas, pero vaya no se quede bajo el sol abrasador y dígame que lo trae por aquí." Al tiempo que lo decía hizo ademán de tomarlo por el homrbo, pero al confirmar su altura desistió y le indico la puerta trasera con un gesto. Los dos entraron a la sacristía, y tomaron asiento frente a una vieja mesa de roble, las lámparas de aceite se hallaban apagadas y solo un poco de luz se atrevía a entrar por la única ventana, un orificio circular mal tallado en la piedra. Estaban ahí solos y el padre no dejaba de entrelazar los dedos sobre su vientre prominente y de vez en vez retiraba la mirada de la ceja derecha del forastero, para observar sus ojos, unos ojos color café, que debido al ángulo de la luz se veían ahora negros, opacos y sin brillo. Por fin el hombre hablo, y lo hizo con una suavidad y armonía que el sacerdote solo pudo sorprenderse, nadie esperaría una voz con tal cantidad de matices de un hombre con esa figura, su voz era el murmurar de un arroyo en una idílica tarde de verano. "Mi nombre es H., y de ahora en adelante seré uno de sus feligreses -dijo con desenfado, pero sus ojos no dejaban lugar a replicas– soy juguetero de oficio, y mi labor ha rendido ya ciertos frutos, y como ya le dije, me estableceré en esta población, Usted se preguntara por que y la respuesta es sencilla, de los muchos pueblos que he visitado a través de mi vida este es el único que reúne las condiciones excepcionales que mi arte requiere. Me refiero, por supuesto, a sus bosques, a la infinidad de maderas vírgenes que en ellos crecen, y, ¿por qué no? A la soledad, a la proverbial soledad en la que el hombre se encuentra consigo y logra obtener los mas sagrados frutos. Usted, como todo hombre de dios lo debe de saber -al escuchar estas palabras el sacerdote se envaro en su silla, asintiendo con un balbuceo. Y esta fue la conversación mas larga entre los dos hombres, a partir de ese momento, solo cruzaron saludos corteses todos los domingos, pero no mas.
El juguetero francés que solo tenia un nombre compro una casa, una vieja casona que se alzaba en una colina, dominando con su arcaica figura la totalidad del valle. Sus vecinos mas cercanos se hallaban a varios kilómetros y debido a su ostracismo, los rumores comenzaron a correr entre los campesinos, pero la gente que se llamaba así misma respetable le tenia por un gran artista, no se equivocaban, y desdeñaban tales injurias con un gesto displicente.
Y el pueblo floreció, justo cuando parecía destinado a morir por la aridez de la tierra y la poca variedad de cultivos que se lograban arrancar de ella, se  quito el sudario y con una nueva vitalidad supero la helada, helada que casi acaba con la totalidad de la cosecha. Los tiempos eran malos, el dinero escaseaba y muchos pensaban en tomar sus pertenencias e ir a la ciudad, a la gomorra de acero que se alimentaba del alma y los músculos del hombre. Pero no fue así, en parte por la fortuna, en parte por el juguetero francés. Mas allá de los océanos un aura casi mítica le rodeaba, y de los mas diversos y lejanos países los peregrinos le asediaban, y ahora que se hallaba establecido, los visitantes se lanzaban en pos de él, dejando sus monedas entre las manos ansiosas de los aldeanos. Y mientras esto pasaba el juguetero no permanecía ocioso, el mismo selecciono y adiestro a una cuadrilla de niños, encargados de disuadir a los ansiosos visitantes y de entre los adultos un grupo similar lo proveía de madera, sus obras dependían de muchas maderas distintas que, tras ser tratadas y purificadas solo por el, se convertían en Arte. Arte de la que ya les hablare.
Y el tiempo paso, el juguetero parecía medrar en su refugio, cada par de semanas una cuadrilla se lanzaba al camino, y sus mulas casi doblaba las piernas ante el peso de los baules de madera, con guarniciones de hierro, que en algunos días saldrían con rumbo desconocido, a exóticos paisajes con sabores y olores distintos a los que lo vieron nacer.
Y a pesar de su peculiar carácter y casi nula comunicación el juguetero ya era considerado como una especie de aristócrata local, un salvador, ¿por qué no? Al fin y al cabo el trajo la bonanza al pueblo, y siempre acudía con puntualidad a la iglesia, se portaba invariablemente como un caballero irreprochable y hasta la fecha no había cometido el menor desliz. El pueblo, era feliz con su juguetero... aunque nunca nadie había visto ninguno de sus juguetes, y las cosas hubieron seguido así, hasta en el séptimo año de la llegada del hombre que siempre usaba una capa negra, un hombre, uno de esos seres sencillos que a veces se dejan dominar por el poder, decidió acceder a su arte, y se presento haciendo gran alharaca frente a la vieja casona y un puño regordete aporreo la puerta de nuestro personaje. A la puerta acudió uno de los niños, que ya no lo era, pues se había hecho hombre al lado del juguetero y el individuo le hizo saber su deseo. El joven aprendiz, que se llamaba G., le hizo saber que su amo, no vendería su arte a nadie que no fuera digno de poseerla y que él no lo era. A continuación cerro la puerta y el alboroto continuo.
Pero antes de continuar con el relato, hay que reconocer que el comportamiento del juguetero se revelaba extraño, y cierto es que ninguno de los que con el trabajaban logro atisbar, aunque fuese levemente, su arte. Y las historias que antaño habían cesado recorrían la comarca, ya que la fama del juguetero se extendía por el pequeño país, y su nombre y oficio era ya conocido por todos, que, sin importar su condición, jamás lograron saber el por que de su reservado circulo de ventas. Y, aunque su aspecto seguía siendo inmejorable, la vieja capa de siempre, en la imaginación popular, encontraba un siniestro parecido con las alas de un murciélago, -y ese brillo en los ojos solo se obtiene en las fraguas del infierno-decían las viejas desdentadas mientras sostenían al mas joven de sus nietos en su regazo y luego reían jubilosas. Todos estas historias se veían alimentadas por el nuevo proyecto que el juguetero decidió llevar al cabo. Los embalajes de hierro dejaron de partir cada dos semanas, y los hombres que para él trabajaban arriesgaban la salud trabajando cada día mas, en pos de las maderas raras que el juguetero exigía, y los que lo vieron contaron después como se le veía ir y venir agitado entre los pasillos, con verdadero fuego en los ojos, su máxima creación estaba a su alcance.
Tal vez se vio atado por su destino, aunque una palabra como esta se antoja pueril cuando se habla de un hombre tal, un hombre que emulando a los antiguos buscaba conocer el verdadero nombre de Dios. Accediendo a facultades que solo Él posee. Fue una rápida sucesión de eventos que para el, absorbido por la inmensidad de su tarea, pasaron inadvertidos. En aquel lejano país, la paz era ya solo un recuerdo, el hombre se alzaba contra el hombre, el hijo contra el padre, cobijándose tras palabras grandes como honor y patriotismo, una simple disputa entre dos grandes personajes involucro a las naciones en el juego de la muerte. Y las muchedumbres se alzaban arrasando a su paso todo lo que realmente vale la pena, y, si algo tiene que temer un hombre que ya casi es un Dios es eso, la furia del populacho que arremete contra lo que no comprende. Y, un día el cura arremetió contra el, del pulpito brotaron injurias enmascaradas por una fe que ya casi nadie poseía, y el hombre que una vez quiso poseer el arte de aquel ermitaño ahora lo depreciaba como cosa diabólica, y, con grandes alardes se pavoneaba en su nuevo poder, en la industria que en tiempos de guerra algunos explotan. Una noche sin luna, los hombres y mujeres a los que llevo prosperidad se alzaron contra el, con perros y cadenas, con hachas y madera, demolieron y quemaron su casona, con los secretos y recuerdos que ella cobijaba. Hay quien dice que esto que les cuento, nunca paso, que solo es la historia de un artesano con mala suerte, que en tiempos turbulentos los destinos se entrelazan, y a veces las cosas terminan mal. Pero se que no es cierto, porque los niños que con el crecieron, se hicieron viejos acariciando su arte, y también lo sé por que cuando la muerte  por fin llego al pueblo los que en ese día se alzaron contra el acabaron por morir entre gemidos y espuma saliendo de la boca, con los labios negros, y los ojos quemados, pero ellos y solo ellos, los que no se rebelaron en su contra vivieron como siempre, sin que mal alguno les aquejara.

En noches como esta todavía recuerdo el ladrido de los perros, y como me ordena abandonarlo. Veo sus ojos, y en ellos se refleja el fuego de la chimenea, y el cansancio, un cansancio tal que ningún mortal a podido jamás sentir. Y las voces y los gritos y las armas, todo se une formando un rugido descomunal. Y repite su orden, la casa ya esta vacía. Solo quedamos el y yo. Y su voz se quiebra mientras repite la orden, ahora como una suplica. Soy un heredero, y los hombres ya no están aquí, los niños que han de continuar con su legado, me esperan en la sierra, van a necesitar un guía, ese es, pues, mi deber. Me marcho, la maleza choca en mi pecho, los estallidos son cada vez mas continuos, y el fuego tras de mi se aviva, protestando contra lo inevitable.
Y también recuerdo la sangre, el cálido fluir de la sangre entre mis dedos, y una figura, con la sotana empapada con su propia vida, que se retuerce delante de mi, mientras sus ojos se velan, sonrió y adivino que lee la palabra en mi frente emeth, la madera también puede sonreír.

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